Desbloquear las caderas/deconstruir el género

Por Ana Allende

Una imagen recurrente que aparece en los diálogos que sostuvimos con danzantes de Concepción y Valparaíso es el “desbloqueo de la pelvis” o la “liberación de la cadera”, como un acontecimiento que se activa a partir del encuentro con las danzas afro y que les resulta muy significativo, en tanto que las conecta con la experiencia del goce desde sus corporalidades. Las danzantes reconocen que al entrar en contacto con estas prácticas danzarias comienzan un proceso de experimentación en las posibilidades de movimiento y combinaciones rítmicas de la cadera, que les permite desinhibir habilidades expresivas que permanecían silenciadas. En este proceso de autoexploración van apareciendo reflexiones en torno a cómo han sido delimitados, jerarquizados y diseccionados nuestros cuerpos.

¿Cuántos sistemas de control, domesticación y categorizaciones han quedado alojados en el cuerpo que llegamos a sentir que para bailar y gozar del movimiento tenemos que desbloquear, sacar un pesado bloque de nuestras caderas?

Las danzantes relatan que a partir de este hallazgo pudieron ir comprendiendo sus cuerpos como una totalidad que les pone en contacto con todas las fuerzas/energías posibles de habitar, en el juego con las danzas y los ritmos, recuperando la capacidad de dialogar desde el movimiento con todas sus zonas corporales, lo que les ha permitido sacudirse de las categorías y jerarquizaciones que han operado como moldes conductuales en los cuales “deberían” encajar.

Emergen diversos relatos en torno a cómo sus cuerpos fueron juzgados como aptos o no para interpretar ciertos repertorios danzarios, o cuánto han incidido en sus historias personales ciertas clasificaciones estéticas arbitrarias. También aparecen los obligatorios aprendizajes acerca de lo que se “puede” exhibir en público o lo que, en cambio, deberíamos esconder. Quedan así en evidencia las operaciones de control que están a la base del despojo de nuestros cuerpos como primer y más propio territorio de experimentación, expresión y, sobre todo, goce de las fuerzas vitales que nos ponen en movimiento. Son estas clasificaciones las que componen el bloqueo que pesa en las caderas y, aparentemente, las inmoviliza.

“Se clasifica el modo de vestir, el comportamiento, el color de piel, el modo de reír, el modo de hablar, el modo de comer, y cada detalle del cuerpo y la vida. La lógica de esta clasificación es evidentemente racista y misógina, pero no revela unicamente parámetros racistas de color de piel; revela también profundos resentimientos en torno de la circulación del deseo erotico, delata las tiranías esteticas… Quiere decir que estas clasificaciones, como popularmente se dice: te llegan al alma.”  María Galindo, Feminismo Bastardo, pág. 28

La operación de despojo traspasa a todos los cuerpos, pero resulta evidente que hay un sesgo de violencia patriarcal dirigido sobre todo a las mujeres, y por supuesto a las personas pertenecientes a las disidencias sexuales y de género. Es inevitable poner en un primer plano, de entre todas las clasificaciones, a las categorías de género, ya que son el sustento del pensamiento binario e hiper determinista que provoca las otras capas que se van sumando al cúmulo de discriminaciones que moldean a esta cultura descorporeizada.

Las categorizaciones de género y los roles sociales asociados a ellas posibilitan y diseminan en la cultura la idea de que ciertos cuerpos son o no son aptos para exhibirse en público danzando, los roles que deberían interpretar, y cómo y dónde deberían hacerlo, con qué ropajes, y hacia qué audiencias. Las categorizaciones de género, sobre todo, han relegado al cuerpx femenino al ámbito de lo privado —o bien a la sexualización misógina en el ámbito público, sometido al arbitrio de la masculinidad—, a la sumisión en el sacrificio amoroso de sostener la vida en el plano familiar; nos han criado en el miedo a la exposición pública, pero sobre todo nos han criado en la vigilancia y restricción del goce.

Si bien para nuestras interlocutoras la experiencia de quiebre con el relato determinista de género a través de la danza se da, en un primer momento, como un hallazgo personal, nunca se da en soledad, sino a partir del contacto con otras personas que, antes que ellas, han cultivado estos saberes y han sostenido diversas prácticas de divulgación, a partir de las cuales se van configurando redes de contagios. Por lo tanto, la confluencia en el goce desde las prácticas de danza afro nos habla de la dimensión colectiva que necesariamente estos saberes activan, nos habla de la recuperación de la soberanía corporal, en cuanto las danzantes deciden entregarse a cultivar y compartir estos saberes, que nacen y se despliegan a partir de sus corporalidades y de lxs cuerpxs que se los transmitieron. Es una experiencia comunitaria en tanto que se hace en y desde los cuerpos danzantes, ya que es allí, en el ruedo, la fiesta o el pasacalle donde se expresan estos repertorios. Pero también es el espacio donde se han refugiado estas prácticas: es en las memorias de los cuerpos danzantes donde han resistido a siglos de vigilancia y marginación.

La dimensión comunitaria a la que hacemos referencia enlaza la reflexión con la manera en que las prácticas danzarias de raíz afro, especialmente, configuran desplazamientos, caminos paralelos al campo cultural colonial, moderno y patriarcal, que desde siempre han existido en los bordes de las culturas oficiales. Incluso, se han mantenido resistentes al ingreso total en los repertorios folclóricos nacionalizantes, pues su lugar de asentamiento son los cuerpos vivos, en tránsito y transformación permanente, los que a través del movimiento reverberan con  presencias  y memorias de otros tiempos y otros lugares. Es el carácter vivo y dinámico de las danzas afro lo que ha posibilitado su contagio más allá de las fronteras territoriales y corporales individuales, haciéndose parte de un proceso de diseminación continuo e imprevisible.

La confluencia en la activación del goce en lo cotidiano, recobrar para sí mismas y para las otras la posibilidad de la soberanía corporal, en el gesto de entregarse a las danzas afro, de salir en busca de los saberes, viajar solas y de forma autogestionada para encontrar los aprendizajes, relevar la oralidad de otras danzantes y la memoria de las más antiguas, comprender y replicar el traspaso de los saberes en forma colectiva, en el ruedo, en las calles, en el carnaval, en la marcha, poblar el  espacio público con estas danzas que habían sido relegadas del repertorio de lo nacional, poner en vilo el concepto de “lo nacional”, hacer del cuerpo el territorio de acumulacion y expresion de demandas de justicia, hacer del atuendo danzario un mapa bordado a mano de llamados a la lucha por la liberación corporal y  la memoria ancestral, abrir y sostener espacios de expresión danzaria para todas las personas y celebrar las diversidades corporales… Son todos gestos profundamente políticos, que inciden activamente en una transformación cultural que re-incorpora, que pone al cuerpo como punto de partida de todas las reivindicaciones, ya que reconoce que es el lugar donde se han alojado las heridas, pero también las pócimas contra estos dolores, que no aceptamos seguir reproduciendo.

Acuerpar el tiempo en el presente compartido de la danza, recobrar el goce desde el rito de juntarse a bailar y tocar los tambores, de estar horas practicando un ritmo por el “gusto” de entrar en un pulso común, son gestos de deconstrucción del patriarcado que nos ha acostumbrado a la individualidad como estrategia de supervivencia. Muchas de las danzantes nos hablan de sus prácticas pedagógicas y de cómo estas van generando procesos de sanación de complejos y miedos para otras danzantes, que encuentran en estas prácticas un refugio donde cobijarse de las violencias cotidianas. También cuentan experiencias de autogestión y apoyo mutuo para sostener la vida en momentos complejos, como durante el encierro pandémico o el estallido social del 2019.

Finalmente, las danzantes reflexionan sobre cómo el movimiento feminista está imbricado en sus prácticas, en cuanto han aprendido a generar modos de relacionamiento horizontales en las agrupaciones que integran, han aprendido a apropiarse de los espacios musicales, tradicionalmente destinados a los varones, se han autoeducado en el toque de los tambores, han sido capaces de resignificar los repertorios musicales y danzarios para lograr, a través de ellos, expresar sus propias perspectivas de lucha, han sido capaces de autoconvocarse, mas allá de las pertenencias territoriales, a llamados masivos para hacer presencia juntas en las marchas feministas. Y siguen desarrollando herramientas de diálogo comunitario para elaborar protocolos de actuación en situaciones de violencia de género al interior de sus agrupaciones, siguen componiendo caminos para elaborar repertorios y atuendos que les entreguen felicidad al bailar a todas, todos y todes, siguen en el camino de abrir un horizonte de sentido colectivo donde construir relaciones respetuosas y liberadoras hacia las corporalidades diversas y cambiantes que somos todas/os, para compartir el goce de ser un gran cuerpo de danzantes.

 

Las imágenes corresponden a integrantes de la comparsa Aluna Tambó en el Carnaval Mil Tambores, Valparaíso, octubre de 2022. (Fotos: Ricardo Amigo.)